A principios de los ochenta Paul McCartney y Michael Jackson, con su diferencia de edad, procedencia y orígenes, no solo eran dos de las mayores estrellas del pop sobre la faz del planeta Tierra. Además eran amigos. Michael había contado con Paul para The girl is mine, el primer sencillo de su superventas Thriller, y Paul le había “devuelto” el favor invitándole a compartir su Say say say y, de paso, ayudando a que se convirtiese en número uno.

Jacko y el ex Beatle estaban en la cima y compartían veladas, pasatiempos y confidencias. Uno aportaba la efervescencia de la juventud y un sentido desprejuiciado del espectáculo y el otro muchas horas de vuelo y un largo y envidiable listado de canciones que, ya por aquel entonces, se habían convertido en éxitos perennes saludados como obras maestras.

Como en toda gran tragedia griega, novelón gótico, culebrón venezolano o meloso reguetón de desengaño amoroso, un gesto bienintencionado en el contexto de una velada aparentemente inofensiva serviría como detonante de un conflicto que rompería lo que parecía una inquebrantable amistad entre dos leyendas de la música y daría lugar a un desencuentro que se prolongaría por décadas.

En una de tantas veladas de compadreo, risas y confesiones alrededor de buenas viandas y buen vino (buen Champín en el caso de Jacko) en casa de los McCartney, una idílica granja de Sussex, donde hacían parada y fonda para grabar el videoclip de Say say say, Linda McCartney, fallecida esposa del músico, recordaría años después como éste le había sugerido hacerse con los derechos del archivo musical de artistas a quienes admirase como inversión.

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No en vano, el propio McCartney había adquirido los derechos de composiciones musicales de gente como Buddy Holly o Al Jolson, e incluso de las correspondientes a los dos primeros singles de The Beatles. Lo que no había conseguido era tener el control del goloso repertorio de su ex banda. Inserten aquí nota mental con fanfarria de “ardilla dramática” porque se avecina el jaleo.

Los derechos de la práctica totalidad del golosísimo legado musical del cuarteto de Liverpool estaban en poder del empresario británico Lew Grade. Este había accedido a ellos tras comprar la editorial en bajo la que el grupo gestionaba sus canciones, Northern Songs.

Northern Songs había nacido en 1963 de la mano de un poco avispado Brian Epstein, por entonces manager de The Beatles, y el músico y negociante musical Dick James. McCartney inicialmente poseía el 20% de Northern Songs, la misma cantidad que Lennon, que se redujo al 15% en 1965 tras una oferta pública de acciones.

La incomprensiblemente chapucera negociación de Epstein y las malas artes de James dejaron a la banda a merced de este, quien decidió vender su participación mayoritaria de Northern Songs al magnate Lew Grade y su empresa Associated Television. McCartney y Lennon intentaron sin éxito hacerse con la compañía y acabaron por vender sus acciones a Grade, siguiendo vinculados contractualmente con él hasta 1973.

A principios de los ochenta, Lew Grade, asediado por las pérdidas de su compañía, decidió venderla. Paul McCartney pidió precio por el catálogo de los Beatles pero Grade solo quería vender ATV al completo, solicitando un precio que rondaba los 40 millones de libras. Paul intentó convencer a Yoko Ono para reunir el dinero, pero finalmente no se llegó a un acuerdo y fue el millonario australiano Robert Holmes à Court quién se haría con ATV.

paul mccartney, linda eastman y yoko ono
New York Daily News//Getty Images
Paul McCartney y su mujer, Linda, junto a Yoko Ono a principios de los años 80.

En 1985 Holmes puso a la venta los derechos. Supuestamente, McCartney y Yoko Ono se abstuvieron de entrar en la puja, al considerar el precio estipulado como demasiado alto, y sería Michael Jackson quien acabase moviendo ficha.

Tras la conversación con su amigo Paul, Jackson se había lanzado a comprar los derechos musicales de artistas como Sly and the Family Stone y vio una oportunidad de oro en hacer lo propio con el grueso del material de The Beatles. Pese a que, en teoría, todo ocurrió con el beneplácito de McCartney (incluso hubo foto juntos de por medio), la realidad es que la relación entre ambos nunca volvió a ser la misma.

michael jackson en londres en 1985
PA Images//Getty Images
Michael Jackson en Londres en 1985.

Michael Jackson cedió todo su catálogo a Sony Music en 1995, en un acuerdo millonario que le permitió conservar inicialmente una parte accionarial del mismo. Hubo que esperar hasta 2017 para que McCartney, apoyándose en la ley estadounidense de copyright que permite a un artista recuperar los derechos de sus obras tras un periodo de entre 35 y 56 años tuviese una base sólida para negociar con Sony.

Un acuerdo privado permitiría, por fin, que las canciones de The Beatles volviesen a ser suyas.

paul mccartney
Jacopo Raule//Getty Images